Querida Pau:
He decidido reescribirte mientras desayuno. Bien dicen que las penas con pan son menos, en mi caso, con el ácido del jugo de naranja y el aroma penetrante del café.
Me he sentado frente a la mesa, en medio de la quietud del hogar y el canto de los pájaros allá afuera. Tomo unos minutos, dispuesta a contarte acerca de mi herida más profunda, que por gloria de Dios ha sanado.
Hace algunos meses sufrí en silencio. Fui como una muerta en vida. Al destino le encanta probarme de las peores maneras. Se siente como si apenas estuviera levantándome del piso y luego volviera a llenarme de tierra y piedras pequeñas el rostro.
Ya que estamos sincerándonos, tengo que admitir que jamás creí experimentar un dolor como ese en mi vida. Había pasado antes por desamores y la llamada “zona del amigo”, asi que eso se me escapó completamente de las manos.
Toda la vida me enseñaron a defenderme ante cualquier abuso con valentía y coraje, a no permitir que mancillaran mi nombre y, mucho menos, mi cuerpo.
No sé en qué momento perdí la cordura. Tampoco sé si verme sola me hizo tomar decisiones erróneas, lo que sí sé, es que ni mi corazón ni mi mente alcanzaron a dimensionar las consecuencias.
Conocí al tipo en cuestión, creyendo que podría volver a enamorarme otra vez. La vida me estaba dando una segunda oportunidad al ponérmelo en frente. Y yo lo malentendí todo.
En ese momento, me sentí feliz. Él era atento, divertido, amable, inteligente. Sin duda, el gancho perfecto para la mujer que fui en esos momentos, a quien conquistaban las palabras bonitas y no los hechos.
Siempre había dicho que me gustaban los chicos malos, me retracto de lo dicho. Él me lastimó demasiado, no sólo de manera psicológica, por desgracia, también física y sexualmente.
Lo escuché mil veces echarme la culpa de nuestras discusiones y problemas. “¡Estás loca, la que está mal eres tú, armas bronca por todo! “, decía. Siempre le creí, provocando que mi autoestima se hiciera minúscula y encontrándole explicación al porqué de mi mala suerte en el amor.
El chip me cambió. De ser fuerte, valiente y determinada, empecé a rechazarme, a descuidarme, a odiarme.
Lo había logrado, su discurso de odio estaba haciendo gran mella en mí. Entonces continuó, apostando por el pez gordo.
Verlo, era sentir su desprecio aprisionando mi cuerpo. Sus dientes encajarse en mis hombros y brazos, mis piernas arder al ponerse rojas luego de las palmadas tan fuertes que me propinaba, sus dedos ultrajado mis pechos y mi sexo sin piedad y sus manos cerrándose cada vez más alrededor de mi cuello. Ya estaba un poco rota y él me destruyó, acabó con lo poquito que quedaba de mí.
Duré semanas con moretones por todo el cuerpo, obligándome a usar mangas largas, cuellos altos y todo tipo de ropa que cubriera esas manchas verde moraduzcas que no tenían intención de desaparecer pronto.
Lloré en silencio todas las noches durante meses enteros. La comida se me atoraba en la garganta al recordar la manera en que me había encerrado entre sus manos y el volante de su coche.
Quise morirme, volviendo a contemplar el suicidio como opción. Era mi castigo por ser tan mojigata. ¿Qué me hubiese costado acostarme con él?
Tiempo después decidí hablar, no podía seguir así, NECESITABA CAMBIAR.
En medio del proceso, encontré a Dios. Retomé los evangelios, recé todos los días implorando respuestas, clamando por ayuda para sanar el dolor y volver a sonreír.
Indirectamente mi madre tuvo soluciones. Ella sin proponérselo, yo sin pedírselo, recordé que, cuando decidió ayudar a adictos en proceso de recuperación, en su grupo siempre elevaban la oración de la serenidad.
“Señor: concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para discernir la diferencia”. *
Otra ayuda llegó a mí a través del feminismo. Me empapé del tema, leí los testimonios de mujeres víctimas de todos los grados de violencia en diferente o igual medida, muchas de ellas silenciadas de la peor manera: asesinadas. Entonces abrí los ojos, pude haber sido yo.
Dejé de culparme por su actitud y sus acciones hacia mí persona. De ninguna manera merecía ser maltratada, ultrajada por nadie.
Me hice de valor, retomé mis fuerzas para salir adelante agarrada siempre de la mano de Dios. Sobreviví a la más cruel de las batallas. Dejé de callarme, de aceptar sin más imposiciones. Decidí defenderme con argumentos cimentados en la experiencia, ir desarraigando de mi vida el machismo impuesto por la sociedad, por la escuela y la familia.
Puedo decirte que después del mal trago me he convertido en una mujer muy diferente y mucho más fuerte, una mujer que renació de las cenizas, bendecida y amada por Dios, quien la ha estado preparando para encontrar en ella la disposición de ayudar a sanar ese dolor a través de la palabra, por medio de un taller para mujeres que se encuentran perdidas como hace un tiempo yo también lo estuve.
*La oración de la serenidad es atribuida al teólogo y filósofo alemán Reinhold Niebuhr.
Muy bien redactado. Conecta y emociona.
Que bueno que hayas podido superar esa batalla tan grande, tal vez el resultado de esa gran mujer que hoy eres, es este hermoso texto,felicitaciones.
Definitivamente es maravilloso leerte, logras trasmitir Justo los sentimientos por los que estaba solo pasando.
Muchas gracias por leerme, Daniel. Fue un texto que me costó bastante, pero pude sacarlo y cerrar la herida de una vez por todas.
Muchas gracias, José. Este texto me sirvió mucho como catarsis y creo que poco a poco la herida ha ido sanando.