Corría el 2007, cuando desafié, sin proponérmelo, a la maestra más estricta de la escuela. Acababa de entrar a la preparatoria. Tendría un par de maestros nuevos, los salones en los que llevaría clases serían para un máximo de veinticinco alumnas y lo más importante, las niñas de secundaria no podían pasar por ningún motivo.
Eran las doce del día, hora de clase de redacción. A pesar de tener un gusto muy grande por las letras, no me gustaba cómo la conducía la señora Marina, quien insistía que no era maestra de inglés para que le dijéramos miss.
Nos instalamos en las grandes butacas cafés, en las cuales, ya cabía algo más que un lápiz y un papel. Pidió que sacáramos una hoja. La muy inteligente de mí, sacó la libreta donde estuve escribiendo desde la madrugada. Sí, tenía la mala costumbre de escribir mis historias de amor en las libretas de la escuela, por si podía corregir y agregar algo más en mi tiempo libre entre clases.
La maestra comenzó a dictar unos ejercicios, los cuales olvidé anotar por andar prestándole atención a mis escritos. Se me hizo fácil creer que pidiendo una libreta de quien sí los había escrito bastaría. ¡Qué ingenuidad la mía!
Al finalizar el tiempo establecido para los ejercicios, comenzó la revisión. La titular decidió hacerla partiendo de la fila donde estaba yo. Con su particular manera de hablar, me pidió continuar con el ejercicio siguiente. Me excusé alegando haberme quedado atrás. Insistió con que le dijera en cuál ejercicio me había quedado. No pude sostener la mentira, terminé diciéndole que no había escrito nada de lo que dictó. “¿Qué estaba escribiendo, señorita Hernández?”, inquirió con evidente molestia. Estaba claro que venía un cero para mí. Lo que no sabía era que la señora Marina tenía preparado algo peor. Se puso de pie detrás de su escritorio, exigiendo que le entregara mi cuaderno. El salón entero comenzó a reír. Que Marina Valles regañara y expusiera a una de sus alumnas favoritas delante de todas, era una sorpresa muy grande.
Una y otra vez me negué. No podía entregarle la sarta de cursilerías que había escrito. Ella, harta ante mí negativa, asestó el golpe mortal. “O las entrega, o se sale, le pongo cero y no tiene derecho a presentar los exámenes finales”, sentenció.
Estaba entre la espada y la pared. Una cosa era un cero y otra muy distinta era no presentar finales. Tendría que sacar excelentes notas en lectura para poder pasar la materia.
Finalmente decidí salirme. Temblaba de miedo. Era la primera vez que rompía las normas de esa manera.
Una vez afuera, me senté en una banca larga y blanca, mientras que el viento golpeaba mi rostro, tratando de mofarse ante la estúpida decisión que acababa de tomar. Los minutos pasaron rápido, hasta que el sonido de la chicharra me trajo de nueva cuenta a la realidad. Al levantarme, olvidé que tenía los pies enredados bajo la banca, así que tan pronto como estuve de pie, besé el piso. Un golpe hueco se escuchó por todo el pasillo.
Por un lado, estaban mis compañeras mirándome con sendas carcajadas saliendo de sus labios y por el otro, la señora Marina con sus libros bajo el brazo, tratando de no reírse en mi cara. Disimulaba muy mal, por cierto.
Al día siguiente, al salirme, la señora Marina me dijo entre risas que tuviera cuidado al levantarme de la banca, no me fuera a caer otra vez.
La anécdota al final se enreda. Cuál es la historia, que es lo que dibujaría la sonrisa en el lector. ¿Que te caigas y se burlen de ti? Si es así, hacen falta más elementos para que el lector sonría contigo en lugar de sentir pena por lo ocurrido.
Pobre protagonista, primero la sacan y luego se cae. Creo que hace falta involucrar más a quien acompaña a la protagosnista.
Es una anécdota excelente para contar cuando alguien quiere saber sobre los años tempranos de una persona y así conocerla.