“La muerte es solo un niño de cara triste;
Un niño sin miedo, sin motivo, sin fervor.”
– Mario Benedetti
“Un niño de cara triste…”. Así estaba yo cuando lo supe. Deshecha, golpeada. Arrastrada al fondo de un abismo espantoso, en una ironía sin precedente. Un mal chiste. Porque yo alguna vez había pensado en morir. Creía que no era tan malo. Lo veía como una solución a los sinsabores de mi existencia. Sin embargo, se me concedió cuando ya no lo quería. ¡Ya no!
Pues había llegado él. Él, con su encanto sin igual, despedazando mis muros, deshaciendo una a una mis capas, e inundando mi corazón. Me enseñó a amarlo. Y a amar la vida. Me mostró su lado emocionante, apasionado, vibrante. En una historia de amor que era absolutamente imperfecta. ¡Caótica! Hermosa. Sentíamos como si fuera la última vez que pudiéramos amar. Y así fue.
Pronto nos llegó la noticia de la consecuencia de este amor. Traje al mundo al ser más maravilloso y perfecto. Iluminaba nuestros caminos como estrella incandescente. Mi hijo, mi niño. Él completó mi mundo. Y fui feliz. Definitivamente ya no quería morir.
Recuerdo esos días en que empezaron los síntomas. ¡Ay de mí! ¡Si tan solo les hubiera hecho más caso! Es que se parecían a los que me daban por la gastritis. Cosa típica, que ya me creía capaz de controlar. La soberbia es el peor pecado humano. No fue hasta que vi sangre en mis heces, que me preocupé. Pagué caro mi decisión tardía de ir al médico. Y el seguro social. Fue todo un caso. Demoró meses en diagnósticos y tratamientos sin resultado. Al final, ya había gastado mucho, cuando llegué a una buena clínica.
Entonces me encontré ahí, en ese cuarto blanco, puro. Con ese hombre de gafas al frente, que me daría la noticia más importante de mi vida (que se escapaba): Cáncer al estómago, en grado III. El doctor, muy amable (¿cuántas veces en su carrera, habría hecho esto?), me explicó los procedimientos, las opciones y esperanzas. Yo ya estaba perdida.
Al principio, no dije nada en casa. Me lo guardé. Sentía que si lo pronunciaba en voz alta, aceptaba que era verdad. Y yo no podía. Pero mi mente se convirtió en un hervidero de ideas: una tormenta de presagios funestos y agonía lastimera. Era irrefutable. La realidad se asomaba entre mis poros y mientras más tardara en reconocerla, menos posibilidades quedaban.
¿Cómo le dices a la persona que amas que es posible que lo dejes solo? ¡Y con un niño! Mi angelito, al que dejaría de ver crecer muy pronto. ¿Cómo te desprendes de toda tu vida, para tratar de defender tu derecho a tenerla? Mi corazón se hacía añicos.
—Estoy muriendo —le solté una noche en que veíamos películas y el bebé dormía.
—¿Qué?
—Me muero amor… —flaqueé y dejé escapar los sollozos— tengo cáncer al estómago.
Me miró incrédulo por unos segundos. Abrió la boca y profirió una serie de gritos silenciosos, mientras su rostro se contorsionaba. No preguntó nada más en ese momento. Solo me abrazó con fuerza. Muchísima. Y no me volvió a soltar toda la noche.
Siempre fue mejor con los gestos que con las palabras. Cuando lo conocí, no hablaba sobre sus sentimientos; me los mostraba. Tenía esa particularidad de poner atención a todo, sin que lo notase. Como cuando me regaló el libro, que había mencionado que moría por tener. O cuando preparó nuestra cita en la piscina que a mí me gustaba. Ese interés que se traducía en las largas noches al teléfono, los paseos juntos y la pasión de nuestros encuentros. Todo eso era una cadena de recuerdos que guardaba en un cofre, en lo más profundo de mi alma. Y no desaparecería, aunque yo lo hiciera.
Después de la verdad, siguieron meses penosos. Un tiempo, desgastante y costoso, que me doblegaba hasta los pies de mi Dios, suplicando solo una oportunidad. Mas cuando los tratamientos fallaron uno tras otro, mes tras mes, entendí que tal vez era Su voluntad que mi vida no llegara más allá. Quizás mi labor había terminado.
Tuve tiempo de ordenar mis cosas. Reí mucho con mis amigos e hice todo aquello que solía dejar para después. Lloré junto a mi madre, mi papá y mi hermano, acompañándolos en su duelo antes de que sucediera. Me aseguré de no dejar un “te quiero” sin decir. A mi niño, le escribí muchas cartas, para que sepa de mi propia voz que nunca lo dejaría solo y que su padre, aunque pareciera algo tosco, siempre haría su mejor esfuerzo. A mi esposo lo dejé al final, simplemente porque no iba a despedirme. Era la única persona que estaría conmigo hasta el último segundo posible. Era mi vida, mi compañero, mi cómplice… y mi amor no era tan material para desvanecerse con la muerte física.
“La muerte es como un niño triste…”. Sí. Era un poco triste. Pero cuando estaba en esa cama de hospital, sintiendo su presencia, yo estaba tranquila. Me entregué a sus brazos como a una amiga, sabiéndome rodeada de todo el amor que nunca había creído merecer y tuve. Ya había luchado, ya había vencido. Ya no había más miedo, ni motivo, ni fervor… era feliz.
Que hermoso relato, no soy de estos temas, de hecho me costó mucho este reto, pero al ir leyendo tu texto me atrapaste y puede terminarlo de leer.
¡Me encantó tu escrito!
A partir del Entonces… súper… los primeros dos párrafos dicen, pero olvidan hacer sentir al lector.