Era una tarde fría de diciembre, corría entre la multitud de la ciudad desesperado, con la miraba turbia casi no podía discernir lo que pasaba a mi alrededor.
Las decoraciones navideñas relucían en las calles, las tiendas se vestían de colores y el transito congestionado causaba estragos en la vía pública, no sé si era por el ambiente de la época, pero las personas se mostraban dóciles, no había alteración colectiva como en el resto del año.
Todos felices y yo… ¡Abatido!, acababa de recibir una noticia que me sacudió las entrañas, “voy a morir y no es una broma” me repetía una y otra vez mientras seguía corriendo con el dictamen en la mano sin un destino. Sabía que la perdería para siempre.
Ella, mi esposa, la mujer de mis sueños, mi primer amor, se me iba, se me iba para siempre. 15 días de casados, ¡increíble! Aún la recuerdo cuando entró al templo con su vestido blanco y esa sonrisa genuina que la hacía brillar, no lo podía creer, yo ahí apunto de cumplir mi sueño de unirme a la persona que amaba, vestido de gala, tan impecable como ella.
Mientras recordaba esa escena las lágrimas formaban un cauce en mi rostro, las piernas entumecidas por el recorrido y la respiración agitada me obligaron a frenar. Me recosté sobre la pared de un centro comercial y me dejé ir, caí en el suelo con la mirada perdida, retorcí con fuerza el dictamen en mis manos y lo arrojé lejos.
Pensé en acabar con todo de una vez para no alargar más mi sufrimiento, que pronto sería el de los demás. Comencé a tararear una canción que decía “Que me lleve la tristeza, pero que la rabia no, me daría mucha vergüenza ver que el odio me ganó…”. Los transeúntes me observaban con afanosa curiosidad, no prestaba atención, ahí yacían mis restos, yo ya no era yo, quedaban solo pedazos de lo que fui una vez.
¡Cáncer!, palpitaba en mi interior, estaba embriagado de sentimientos y recuerdos, las lágrimas cesaron dejando una estela de suciedad en mi rostro. No había forma de evadirlo, miré al cielo y grité:
—¿Por qué?
La no respuesta fue también una respuesta, no había reparo, tenía que aceptarlo. Así lo hice.
Me incorporé despacio y sacudí el polvo de mi pantalón, me dirigí esta vez hacia un destino que conocía, “ella”, marché a paso lento.
Marqué la ruta hacia mi (nuestra) casa, recreé la escena en mi mente, primero ingresaría despacio sin que ella me viera y buscaría lavarme la cara con cuidado de no dejar rastro del desconsuelo, practicaría frente al espejo una sonrisa natural hasta estar seguro de aparentar normalidad. Logrado eso saldría a buscarla, la saludaría como de costumbre para no levantar sospechas y en la cena le haría una propuesta.
Eso pensaba mientras me acercaba al sitio, quería darle un último momento, sabía que el tiempo poco a poco iba a ir cavando mi tumba con su inexorable paso, pero aún disponía del chance para una despedida memorable, primero ella y luego mis familiares, hasta que el cáncer se hiciera tan notable que no hubiera forma de ocultarlo.
Llegué a la casa y entré según lo planeado, estaba oscuro, “probablemente esté dormida” pensé, me dirigí al baño y comencé el ritual lavando con cuidado mi rostro y recogiendo las mangas de mi camisa, practiqué la sonrisa y traté de olvidarme de todo por un instante, cuando lo logré me dispuse a salir con cuidado, la siguiente ruta en mi itinerario era buscarla.
Cerré la puerta del baño y caminé despacio, sentía el corazón acelerarse en cada pisada, traté de mantenerme firme para no levantar desconfianza. Seguía oscuro, la brisa invernal se filtraba por las ventanillas, llegué al cuarto y entré, observé su silueta postrada en la cama, era un cuerpo femenino escultural, me acerqué con cuidado y le acaricié la cabeza, recorrí suavemente su rostro con mis dedos como la primera vez, se me hizo un nudo en la garganta, bajé por sus párpados y percibí humedad, ella reclinó su cabeza sobre mis manos, estaba llorando.
—¿Lloras? — pregunté quebrantando el silencio.
Pero ella no respondió, se hizo una pausa, me dirigí al interruptor de luz para descubrir la escena, la claridad iluminó la habitación, la observé, estaba destrozada, su peinado desordenado, su ropa sucia, su rostro irreconocible, algo parecido a lo acontecido en aquella esquina del centro comercial.
¿Cómo? me pregunté, la observé como tratando de adivinarlo y me devolvió una mirada compasiva.
—Lo sé todo —intervino con aflicción.
En ese momento mi cuerpo se colmó de profundo desconsuelo, corrí a abrazarla. Lloramos juntos, lloramos como si no hubiera un mañana. Esa noche le juré que la llevaría por siempre en mi alma, que nunca la iba a abandonar.
Morí en un hospital blanco de mi ciudad, no en un día triste, todo lo contrario, el verano recién había entrado y las flores lucían sus mejores atuendos en el campo, a lo alto un hermoso arcoíris pintaba un recuadro sublime en el cerro.
Muy bien. Nos falta corrección al detalle… leer cada línea, pero un gran trabajo.
QUE HERMOSA HISTORIA Y A LA VEZ TRISTE ME LLEGO AL CORAZÓN
Hermosa historia