El cielo ha oscurecido. Las gotas de agua que chocan y escurren en el ventanal causan un estrépito en mi corazón e invitan a mis ojos a acompañarlas con un llanto revelador.
En el reflejo del cristal distingo el largo sillón de la sala, ese en el que hicimos tantas veces el amor. Mi cuello me duele y provoca una vez más esa punzada en los adentros de mi cabeza. Pero no importa. Hoy no.
Los tallos de las pequeñas flores que brotan de la maceta bajo la ventana, se mueve a causa del ligero viento, como aquel día donde juntos vimos esas aves de pecho rojo en el bosque, detrás de su casa. Caminábamos tomados de la mano, con paso tranquilo. Mi alma se fusionaba con la frescura de los árboles cada que avanzábamos. Volteé a verlo, y ahí estaba, sonriéndome con esos labios acolchonados y sus ojos que se introducían en lo más profundo de mí.
El pasto tocaba la piel de mis pies, mientras que los tallos de las flores me miraban con pesadez. Los chuecos y deformes tallos de las flores.
El dolor me devuelve a este sillón lleno de recuerdos y a la melodía que quiero que reproduzcan el día de mi muerte… Que será pronto. Al compás de And The Waltz Goes on miro al cielo y pido a Dios que me permita olvidar el sufrimiento. Por lo menos esta noche.
Cierro los ojos y una ligera ráfaga de viento entra por un espacio del cristal para rozar mis labios, provocando que vuelva a sentir aquel primer roce introductorio de la maravillosa historia de amor que Dios me permitió vivir. Ese beso secundado por un sincero abrazo, donde la banca de un parque fue testigo del infinito gozo que inundó mi ser. Ese beso cambiador de nuestras vidas, puente de nuestra creencia en el amor y de la causalidad del destino. Ese beso que el TodoPoderoso autorizó para así poder disfrutar de esta biografía de amor que continuará sin mí.
Abro los ojos y vuelvo a ver los tallos. Esos chuecos y deformes tallos. Me es difícil pensar que antes los amaba por ser imperfectamente perfectos, y ahora los detesto por parecerse tanto a mí.
Mamá ha salido a comprar los medicamentos y se ha llevado a mis hermanos porque le he pedido estar un rato sola. Necesito gritar, llorar y sacar todo lo que acongoja mi alma. Sin nadie que me escuche.
Bajo esta soledad nocturna, luces apagadas, el sonido de la lluvia y la poca luz que me ofrece la luna, por fin escapan mis lágrimas y me atrevo a gritar:
—¿¡Por qué!? ¿Por qué si soy tan joven me tengo que ir así? No puedo. Aún no ¿Por qué no existe un procedimiento económico que acabe con este martirio? —guardo silencio unos segundos, respiro, y en un susurro vuelvo a decir—: Maldita columna. Es por tu culpa que me encuentro así. ¡Sólo deja de provocarme todos estos mareos! ¡Deja de producir tus curvas con más de 40 grados, y deja de matar a mi cerebro con tus restricciones de oxígeno y nutrientes! Deja de causarme daño…
Dentro de mí sé que mis palabras no tienen sentido porque la escoliosis me acompaña desde el día en que nací, y porque se puede disminuir el riesgo de muerte con una cirugía. Pero no hay dinero. ¡No el suficiente para pagarla! Tendríamos que hipotecar la casa, vender los muebles, sacrificar días de comida… No quiero hacerlos sufrir más. Ya no. Sí, odio pertenecer a ese 3% de la población mundial con este padecimiento y odio no tener el dinero suficiente para la operación. Pero odiaría más incrementar el sufrimiento de mi familia, ocasionando que se queden sin nada, y dejando que mi amado trabaje horas excesivas con tal de ayudarme. Por eso, a pesar del tormento que me consume por dentro, apagando lentamente la llama de mi vida, decido irme agradecida pese a que mis años de luz han sido pocos, y a que mi cerebro pierde viveza, porque en los adentros de mi corazón llevo el recuerdo de todas las personas que he podido amar y que estoy segura me corresponden. Decido irme con el aroma de los claveles, mis flores favoritas, y con el canto matutino de las aves que fueron fieles testigos de las tardes en que me entregué en cuerpo y alma al amor de mi vida. Decido irme con la revelación de cada amanecer y con la sinceridad de cada ocaso. Me dispongo a marcharme con el recuerdo de la profundidad de su mirada, la calidez de su cuerpo, la grandeza de sus toques, la sensualidad de sus besos, la pureza de su ser y el amor que abunda en él.
Le dejo mis sonrisas, pasiones, alegrías y victorias. Pero también le ofrezco mis lágrimas, desilusiones, penas y derrotas para que de ellas aprenda y llegue a convertirse en un hombre más fuerte, sabio e inteligente.
Abandono a los deformes y chuecos tallos de las flores para que me recuerden, a la lluvia, compañera de mi llanto para que pueda limpiar la tristeza de las almas que lloren por mí, y a las aves que me llevarán impregnada para así inmortalizarme en sus vuelos de todos los días.
Me dispongo a irme a mi habitación. Ahí estaré segura. Me meto en las cobijas y permito que su calor, acompañado de la fragancia frutal del shampoo que he usado al ducharme me reconforte y de calor.
Cierro los ojos. Tal vez mañana nos los vuelva a abrir, pero no me siento mal. Hoy me levanté muy temprano para apreciar el amanecer y amar por última vez el atardecer.
En mi mente se reproduce Feeling Good. Es una excelente canción para este momento. Hasta pronto mundo. En unas horas seré eterna contigo.
Adri Flores
Recuerda al lector. CONECTAR. Usa todas las cámaras.