El tiempo sólo muere si tú quieres
Suelto un respiro largo y arreglo mi cabello bajo la boina, mientras suelto la pregunta del millón:
—¿Me va a decir para qué me citó un Domingo y en la pura mañana?
—De nuevo llegando a tiempo, igual que la última vez que te vi. No cabe duda de que eres mi hija —me hace un espacio en la banca de cemento con lentitud.
—La sangre no se escoge, Rodrigo —caigo en cuenta de lo que dice, no lo veo desde hace tres años, desde aquella noche en el restaurante—. ¿Tengo algo en la ropa para que me mire con cara de extrañado? —su peculiar mirada estupefacta me incomoda un poco.
—Qué suspicaz —ruedo mis ojos, no soporto ese sarcasmo en su voz—. Sólo estoy asombrado, has crecido, eres toda una dama y estás delgadísima —noto que sostiene una cajita entre sus manos, ya arrugadas por la edad— ¿Te vas a sentar o prefieres la cafetería de la esquina?
—No soy fan de esos lugares aquí en San José —mis tacones resuenan en los escasos dos metros que me separaban de él—, usted sabe muy bien la razón —me acomodo, mientras esa última salida de una cafetería junto con el posterior abandono de mi padre en ese sitio, pasa por mi mente—. Y en cuanto a crecer —el viento me acaricia el rostro y por un momento sonrío—, es normal. Voy para treinta —ante mi afirmación, tose y se acomoda la corbata. Me río por lo bajo, mi edad le avisa que él va para sesenta años.
—¿Me lo vas a recordar siempre? Qué rencorosa —su tono pasa de pasivo a uno de regaño, poco apropiado para el momento.
—No señor, no confunda —la mañana comienza a oscurecerse—, una cosa es recordar —cruzo las piernas—. Y otra muy distinta es llenarse de odio por los recuerdos —mi voz no pierde la tranquilidad a pesar de lo firme de mis palabras—. Ahora, ¿Para qué me citó?
Don Rodrigo guarda silencio por un momento. Como si pensara con detenimiento lo que va a decirme. No deja de mirar la cajita entre sus manos. Lo observo sin que se dé cuenta, por primera vez puedo verlo con madurez y no con emociones viscerales de por medio. Ya no está el doctor de mi infancia, en su lugar se encuentra un hombre canoso, de dientes amarillentos, joyería fina, débil y con un pasado lleno de malas decisiones. La compasión se asoma por un instante en mi corazón.
—Supe que no puedes tener hijos —mi compasión se aleja para dar paso a una posible taquicardia en mi pecho, mi ansiedad se dispara—. Una doctora me vio en un pasillo y me preguntó por ti —maldije por lo bajo esos condenados chismes de hospital—, y la verdad…sentí una lástima inmensa.
—¿Por qué? —cuánta incredulidad siento en mi pregunta.
—Tener hijos es una bendición —me cubro la mirada con una mano—. Saber que tú no podrás vivirla, que te quedarás sola, con ese vacío de no poder ser madre y que tu vida acabara de esta manera…
—Se equivoca —su confusión es evidente cuando me pongo de pie.
—¿Cómo?
—Sí, no puedo tener hijos —me inyecto de valor para no titubear—, pero eso no detiene mi vida ni por un segundo —mis manos acompañan mis palabras con gestos—. ¡He logrado más cosas a cambio! —sonrío orgullosa de mis victorias—. Viajé por Europa, mi novio me ama, mi trabajo es de ensueño, mis amigos son increíbles, gané un concurso de escritura en México y, ante todo, tengo a mi familia conmigo siempre.
Mientras tomo aire, el tiempo da la sensación de detenerse. Los árboles permiten que el viento susurre entre sus ramas, dando una sensación de calma. Don Rodrigo por su parte, se pone de pie. Su angustia no se ha ido y con costo me mira.
—No sabía de tus logros.
—Creo que una parte de mí —saco los guantes para mermar el frío de mis manos—, secretamente necesitaba decírselas —el viento es el único testigo de nuestra charla—. Que supiera de mis logros y todo lo que soy capaz de hacer. Que supiera que he salido victoriosa, a pesar de todo. Usted era mi héroe, pero ahora, yo soy mi propia heroína.
—¿Era tu héroe?
—“Era” —enfatizo hasta separar la palabra con mis dedos—. Veinte años atrás lo era —miro mi reloj—. Bueno, si sólo quería decirme que siente lástima por mi infertilidad, me voy —giro en dirección a la parada del bus.
—Un segundo, señorita —me detengo, pero no me doy vuelta—, no te mandé ese WhatsApp por esa razón —a veces me arrepiento de haber hecho eso hace tres años—. Trataba de decirte que me sentí una porquería cuando lo supe. Debí estar ahí para apoyarte, soy médico y he visto a mis pacientes morir en vida por esa noticia, y yo no quería verte así —mi rostro cambia su expresión de decepción a piedad por esa verdad—, me parece injusto que alguien tan cruel y mal padre como yo, tuviese cuatro hijos —se pone frente a mí, noto una lágrima en su mejilla, la primera que le veo en realidad—, mientras que tú, la más dulce, sensible y madura de mis hijos, Dios le niegue algo tan hermoso —suspira y grita—: ¡Es injusto! ¡No te mereces tal barbaridad! —acaricia su sien, tratando de calmarse—, sólo quería decírtelo en persona y darte esto.
—“El tiempo sólo muere si tú quieres” —recito con añoranza al abrir la cajita—, lo primero que me enseñó cuando aprendí a leer la hora —miro con sincera nostalgia ese reloj japonés que en mi casa siempre es objeto de historias—. Gracias por sus ánimos, pero estoy bien de verdad. Tenga la seguridad, de que sigo siendo feliz, plena y llena de Dios —sonrío por el detalle, a pesar de los años, intenta redimirse como padre—. Bueno, cuídese.
—¿Pasarán otros tres años para volvernos a ver?
—Pues —medito mientras siento el pellizco de la lluvia sobre mi boina, y le dejo ver cómo me ajusto el reloj de plata en mi muñeca—. Tal vez no pa…
Me gustó mucho tu escrito. ¡Saludos!
Muy bien los guiones y la conexión. Cuida de que las acotaciones aporten al texto, al ritmo, a la conexión… sin afectar el ritmo.