Ingresaron a mi esposa adolorida por la puerta principal. Una enfermera me pidió que la acompañara. Caminamos por un pasillo, llegamos hasta una pequeña entrada y me dijo que la esperara.
El tiempo se me hacía eterno. Iba de un lado a otro frotándome las manos, temblaba y sudaba frío. Aproveché e hice una plegaria al cielo. De rodillas imploraba que todo saliera bien. Pues la doctora dijo que la fuente se había roto.
La enfermera regresó con un traje de color azul. Solicitó que lo usara y señaló un pequeño vestidor donde podía cambiarme. Gorro, cubre zapatos, pantalón y camisa. Me miré en el espejo de una puerta, no era de mi talla, pero no me importó.
Señor José, escuché, ya puede pasar. Ingresé despacio, tratando de no hacer ruido. Miré a todos correr. Realmente el lugar era muy diferente a lo que me había imaginado sobre una sala de parto. Casi estaba vacía, solo tenía la camilla donde yacía mi esposa recostada y una pequeña cama para ubicar a los bebés. Me quedé pasmado. Señor acérquese por favor, oí una voz. Fui de prisa donde la futura madre empujaba con todas sus fuerzas. No sabía qué hacer, cómo ayudar, cómo actuar. Lo único que se me ocurrió fue sostener su mano izquierda para infundirle valor, mientras secaba el sudor de su frente. Me sentía tan impotente de no poder calmar su dolor. La miré, vi como batallaba. En ese instante la amé y la admiré aún más, por su valentía. Por darme el regalo de ser padre, incluso con el riesgo de morir.
Empuje con más fuerza. Escuché, la doctora animaba a mi esposa. ¡Vamos, no se dé por vencida! ¡Ya casi sale! ¡Un empujón más!!Usted puede!
Miré hacia la pared, para no verla sufrir. Ya está, dijo la doctora. Los ojos me brillaron. Ahí estaba, tan hermosa. Pero no lloraba y tenía su piel color morado. El pediatra tomó a la niña en sus brazos, la llevó hasta la pequeña camita e inició una reanimación. Le golpeaba la espalda y con una perilla succionaba el líquido amniótico de sus vías respiratorias. Yo no apartaba la mirada de mi hija. Había escuchado que es mala señal que un niño no llore al nacer.
De repente percibí un precioso llanto. El corazón se me quiso salir del pecho. Agradecí a Dios por el milagro. Observaba como su pequeño cuerpecito tomaba un tono color rosa. Corrí para verla de cerca. Saqué de la pañalera un traje amarillo y se lo entregué a la enfermera. Dicen que el amarillo es de buena suerte, susurré. Ella tomó la vestimenta y sonrió. Enseguida la vistieron con su ropa de gala y la envolvieron en una cobija rosada. Por fin la tenía en mis brazos. Besé su frente y su nariz. Acaricie sus mejillas. Jugué con sus minúsculas manitos. Cerré los ojos, percibí su aroma y me deleité con el sonido de su palpitar. Te amo hija mía, le decía. Lágrimas comenzaron a caer, pero no eran de dolor, eran de felicidad.
Es un muy buen escrito, pero no responde al PG. Lee el capítulo sobre descripción en el libro.
Felicidades por tu pequeña hija! Y gracias por compartir. Saludos!
Gracias Ruben.