a) Primera anécdota.
Llegaron al bar y tomaron las cervezas. Eduardo agonizaba con una presión en el pecho, los labios tensos y un nudo en la garganta que le paralizaba la lengua. La música suave los envolvía, rock clásico y algo de balada, pinceladas con la luz tenue del lugar y algunas conversaciones opacas. Diego solo observaba, sabía que era cuestión de minutos para que su compañero le confirme lo que tanto sospechaba. Era un proyecto, no había duda, el proyecto. Eduardo se lo había mencionado hace meses en tono optimista y esperanzador: sería un trabajo grande con infinidad de aplicaciones prácticas, pero la llamada para celebrar su logro nunca llegó. Ahora estaban solos y él sostenía un brillo extraño en sus ojos, pero Diego sabía que no era de alegría.
La cadencia sosegada de las canciones de fondo y el primer trago amargo de cerveza sacaron a flote la estaca que Eduardo tenía clavada en el corazón. Lo había perdido todo, horas de estudio y noches sin dormir en un objetivo que se había ido por la borda. Apretaba los puños y su voz se entrecortaba… Fue un año de trabajo completo, sin salidas ni fines de semana, un interminable periodo de citas postergadas con su novia y meses que para sus jefes simplemente “no fueron suficientes”. Le recomendaron “reorientar” su trayectoria profesional, quizás afuera de la compañía, pues aún era joven y tenía posibilidades… No importaron las horas extras y el trabajo desde casa, tampoco su asistencia o apoyo los domingos y feriados. A fin de cuentas él era un número más en la contabilidad, una pieza que se podía remplazar si se encontraba rota o defectuosa.
El licor que Diego bebió para acompañarlo le supo a hiel. Escuchaba con los dientes apretados y el ceño fruncido, conteniendo sus fuerzas para no reventar el frío vaso de vidrio que tenía entre sus manos. La presión y el dolor los experimentaba como suyos propios. El tiempo de Eduardo era también su tiempo, ese mismo que respetó para no molestarlo cuando le había aquejado alguna preocupación, o en el que no salieron a pasear en su auto los fines de semana como solían hacerlo. También estaban los cumpleaños en que solo hubo que conformarse con llamadas telefónicas y los tragos pendientes que jamás serían recuperados. Pero solo debía escuchar, lo sabía, ese era su trabajo. La música y el entorno eran buenos complementos para ablandar a su amigo. Ignoró los vaivenes de su voz, tampoco se escandalizó por las lágrimas que se ahogaron en su vaso mientras intentaba disimularlas limpiándose la nariz, como siempre lo hacía. Solamente requería algo de tiempo y después buscaría nuevas posibilidades.
Ninguno se aventuró a pedir nuevas bebidas. La mutua compañía amainaba las olas, las notas suaves de la música sellaban el entorno.
Unos minutos, luego lo esperado. Eduardo arrojó una pregunta abierta acerca de qué nuevas opciones tenía. Diego sonrió, era un buen síntoma, se acercó y le dio un golpe leve en la espalda… En su opinión, esa noche, lo mejor era pasear en coche.
b) Segunda anécdota.
Está allí, logro verlo, solo él en esa mesa. El fondo musical varía lentamente hacia una cadencia instrumental y algunas de las parejas dejan de bailar. La fiesta de confraternidad está por terminar y no creo que importe que le pida ayuda ahora, después de todo somos compañeros de trabajo. Las luces se hacen más intensas sobre el salón principal y algunos de los invitados comienzan a retirarse. En el aire se respira la algarabía de viernes por la noche y el término de una pesada semana de labores, este es el momento… Me acerco despacio mientras pienso qué decirle, solo necesito el dinero que me debe para efectuar un pago urgente y no puedo esperar más tiempo, mis plazos están por vencer. Trago saliva, estoy a pocos metros, pero observo que gira la cabeza y cambia con ligereza de lugar. ¿Me evade?, ¡está loco…! Tranquilo, respira…, quizás no logra reconocerte… Tomo asiento y saludo a algunos conocidos, pero a los pocos minutos vuelvo a intentarlo. La historia se repite. Las luces periféricas empiezan a apagarse y la música se corta. El tumulto hacia la puerta de salida se incrementa y… ¡él está allí! Me distraigo, mi celular vibra: es uno de mis acreedores preguntando por el dinero en su cuenta. Mis manos empiezan a temblar, es una suma alta… Levanto la cabeza. ¡No lo veo! Troto hacia la puerta empujando a jefes y colegas, pero él no está.
Esa noche lo llamo insistentemente: nada, no hay respuesta. Mi celular suena minuto a minuto con reclamos por dinero en cuentas bancarias ajenas. El sudor recorre mi frente, no puedo correr el riesgo de sobregirarme con la tarjeta de crédito bajo pena de intereses impagables. Intento otra vez, no hay éxito… No tengo más opción que volver a endeudarme. Uso la tarjeta y espero resolver todo ese mismo lunes.
Inicia la nueva semana en la oficina. Llego con ojos abiertos y manos sudorosas. Pregunto por mi compañero pero no lo encuentro: ha pedido vacaciones.
Eduardo Burgos Ruidías.
bien manejado los tiempos verbales.