APOYO EN LA TORMENTA
José lloraba desconsolado, al mismo tiempo que golpeaba la pared, sentía como si le faltaba el aire. Gritaba y caminaba de un lado al otro buscando una explicación. Amaba tanto a esa mujer, pero irónicamente no podía estar a su lado. Lo invadían pensamientos y recuerdos. No sabía qué hacer. Necesitaba sacar todo lo que lo estaba ahogando.
Llamó a Carlos, su mejor amigo. La voz se le quebraba mientras hablaba. Quedaron en verse en quince minutos. Cuando estaban a pocos metros de encontrarse, José casi corriendo abrazó a su confidente. Carlos en silencio le ofreció su hombro para que descargara su opresión.
Ya en clama, Carlos le preguntó ¿qué te sucede? ¿Acaso pasó algo con tu novia?
Amigo contestó José, tú sabes cuánto la amo, jamás he querido a otra mujer igual. Hoy terminamos, se alejó de mí. Me dijo que ya no podemos estar juntos. Lo peor es que ella también sufre. Se siente culpable porque su ex-novio insiste en regresar. Y para no ser causa de sufrimiento de nadie. Me dejó.
Lo siento mucho, mencionó Carlos. Tú sabes que puedes contar conmigo. Si me necesitas estaré aquí para apoyarte. Estoy casi seguro que ella te ama de la misma manera como tú lo haces. Sin embargo debes tener presente, que si su amor es para ti, regresará. Pero si no debes aprender a vivir sin su compañía. Eres un gran ser humano, te mereces lo mejor.
Unas lágrimas resbalaban por las mejillas de José. Agachó la cabeza, respiró con fuerza, se tranquilizó y dijo. Gracias amigo por escucharme, gracias por tu amistad. Ahora entiendo que mientras te tenga a mi lado, podré salir adelante. Estrecharon sus manos y se encontraron en un abrazo fraterno.
AMISTAD DESTROZADA
Llego a la cita conduciendo mi clásica moto Honda. La estaciono bajo la sombra de un árbol y le pongo seguro. Entro al bar donde están mis amigos, los cuatro mosqueteros. Luis, Antonio, Marco y Juan. Me ven llegar y me saludan sonriendo. Antonio me invita una cerveza, se la acepto.
Durante casi tres horas reímos, hacemos bromas pesadas, contamos chistes malos y percibimos el humo de los cigarrillos.
La música suena a alto volumen, las personas de las mesas aledañas también hablan de manera escandalosa. Luis propone. ¿Por qué no vamos a un lugar más tranquilo? ¿Qué les parece si los invito a mi casa? Todos aceptamos con gusto. Pagamos la cuenta y nos retiramos del lugar.
Afuera, Antonio ve mi moto. Guao dice, tu nave es preciosa ¿me dejas conducirla? Por su puesto que no, le digo, tomaste más cerveza que yo, no quiero que me la estropees.
Al final me convence. El resto irán en el auto de Luis.
Antonio se siente como un niño con juguete nuevo. Acelera de manera desproporcionada. Yo le advierto. ¡Ten cuidado! podemos chocar con alguien. No te preocupes soy un magnifico conductor, me contesta. Vuelve a acelerar. Esta vez casi chocamos con un vehículo. ¡Estás loco! por poco ocasionas un accidente, le grito.
No me hace caso, sigue acelerando cada vez más. En un instante, me llevo las manos a la cabeza y verifico que no traigo casco. Dios mío, imploro. Le suplico que se detenga. Déjame conducir. ¡Tú estás demente!
Al virar en una calle con sentido a la izquierda, no puede dominar la moto y en un instante nos encontramos rodando por la vereda. Mi moto tiene los direccionales, el velocímetro y los espejos destrozados. Antonio se queja, tiene las rodillas sangrando. Levanto la moto, corro hacia mi amigo y le reclamo. ¿Qué te pasa? Pudimos haber muerto. Mira como dejaste la moto. No te quejes, contesta, tú no te hiciste nada y lo de tu Honda te lo voy a pagar. No es necesario, le digo
Me mira con rabia, arremete en contra mía con un empujón, ya no llores pareces una nenita. ¡Acaso no comprendes que estuvimos a punto de morir! le repito. Ya basta, me grita. Me tienes harto. Se me acerca, levanta su mano derecha y me propina una tremenda bofetada. Caigo disparado por el suelo. Además, los curiosos nos observan sorprendidos. ¿Eso querías verdad? ¡vamos José! me dice, ¡levántate! Si no te gustó lo que hice, aquí te espero.
Lo veo con coraje, me incorporo. Te desconozco le digo. Corro hasta mi moto, la enciendo y salgo a toda velocidad. Lloro de impotencia y me pregunto ¿cómo pudo pasar esto? No debí dejarlo que condujera. Creo que pude devolverle el golpe. Las lágrimas nublan mi vista, me obligan a detenerme. Voy reduciendo la velocidad, poco a poco. Mientras tanto en mi interior regreso a la calma. Continúo con mi camino a casa.