Solo percibo oscuridad, el mundo a mi alrededor se mece lento, gritos de pánico y reclamos por doquier. Algo ha pasado, pero no logro entender qué.
Intento moverme, la superficie rugosa y caliente bajo mi cuerpo no me ayuda. Unas manos extrañas se apresuran a ayudarme. ¡Oh vaya, soy yo! ¡Yo me he accidentado!
Mi cerebro se ha vuelto lento, no procesa nada. La gente comienza a preguntarme cómo estoy. “Creo que mal”, pienso. Poco a poco, el ardor surge en muchas partes de mi cuerpo; y dolor, aunque no lo localizo exactamente. Los gritos se hacen más claros, urgentes. Piden una mototaxi, quieren llevarme al hospital. Una señora joven me apoya para medio incorporarme, mientras pregunta por mis padres. Abro la boca para decirle algo, y un líquido rojo se me escapa. Me asusto. Pocas veces he visto sangre de cerca.
Quiero recordar qué pasó, ¿dónde están mis padres?
Mi mamá y yo opinamos lo mismo: es un bellísimo día. De esos que no pueden dejarse pasar sin disfrutarlos. A ella se le ocurre que podríamos ir a “la posa”, una pequeña piscina natural formada por la acumulación de enormes rocas en una quebrada, a las afueras de la ciudad. ¡Síii…!, grito de alegría. Y se pone aún mejor cuando me propone invitar a una amiga de la escuela que vive muy cerca. Así tendré con quien jugar y no me aburriré con mi hermano y mi primo.
Todo estaba dicho. Ella se dispone a cocinar su riquísimo arroz con pollo para llevar almuerzo; mientras tanto, yo debía ir a buscar a mi amiga que vive a solo unas cuadras de mi casa (ella no tiene teléfono fijo). Me cambio dichosa y anuncio al grito que ya me voy. Salgo corriendo…
“Esdtan en mi casda”, logro musitar. Al parecer, la señora entiende. El ruido entreverado continúa. Un hombre me levanta en brazos y me lleva a una moto. Quedo desplomada en el asiento, con la piel al rojo vivo y el dolor. Alguien me da papel higiénico para contener la sangre que sigue saliendo.
Logro indicar con señas la dirección de mi casa, es muy cerca en realidad. Mientras nos aproximamos, logro ver a una mujer corriendo a nuestro encuentro. ¡Mi mamá! Solo verla me hace sentir mejor. Pero su rostro está desencajado y unas lágrimas se le resbalan.
La extraña le explica que el responsable viene detrás, presionado por un testigo, para hacerse cargo de sus hechos. Mi mamá me acurruca con los brazos y presiona el papel en mi boca, pidiendo al chofer que se apresure.
Llegamos a emergencias, ocasionando un alboroto. Dos enfermeras me examinan. De fondo, escucho una discusión. Al parecer es el señor que ocasionó mi accidente y yo no recuerdo. Mi mamá le grita, él se defiende, abrumado. En ese momento, siento un líquido abrasador tocar mis heridas. Grito, el dolor me aturde sumergiéndome en el recuerdo.
Camino a brincos a la casa de mi amiga. ¡Va ser un día genial! Desde lejos noto la puerta de su casa abierta. Es un buen signo, espero que le den permiso. Estoy cerca, solo tengo que cruzar la calle. Miro a un lado y solo veo a una moto lineal todavía por la esquina, volteo al otro y está vacío. Cruzo. Un impacto me arrastra lejos por la pista…
¡Ahhh! Grito y lloro, sin pudor. Un doctor viene a verme. Analiza mis lesiones. Coloca una luz cerca de mi cara y me abre la boca con una paleta. “Tuviste suerte”, menciona antes de irse. Escucho cómo le explica a mi madre mi estado. Solo hará falta un par de puntos en la mejilla donde el golpe ha roto la piel, dejando un agujero; las demás heridas son superficiales y tampoco tengo contusiones en la cabeza.
Esa misma tarde, estoy en mi casa. Tengo muchas gasas cubriendo partes de mis brazos y piernas. Me siento adolorida. Mi mamá se acerca trayéndome un jugo con cañita; por ahora no puedo comer nada sólido. Me observa mientras tomo, con su rostro triste. “Lo siento”, me dice apenas. Dejo a un lado el vaso y la abrazo. “No mami. Tuve suerte”. Asiente y solloza.
Es cierto, las dos concordamos de nuevo: Es un bello día para estar vivas.
CUidado en la alternancia que no se pierda el sentido del texto, en el primer salto que haces lo manejas muy bien, pero ya luego se vuelve algo confuso.