“Es probable que pierda el dedo. La herida ha sido profunda y el casco de la botella nos ha dejado sin posibilidades de hacer mucho”. Gritos y lágrimas se escucharon como respuesta. En apariencia, no era tan grave, pero la voz suplicando clemencia para mantener el dedo en su sitio, daba a entender lo contrario.
Tengo once años. Estoy contenta ante la llegada del verano. Después de estudiar mucho, podré disfrutar con mis amigos eternas tardes de juego en el club, con el sol quemando nuestros rostros y helados llenando nuestras barrigas. Ya no habría gritos de los padres diciendo que teníamos que ir a la escuela al día siguiente.
Primer fin de semana de vacaciones. Los vecinos y mis padres han acordado ir a las afueras de la ciudad, para hacer un día de campo. Preparamos todo, viajando cuarenta y cinco minutos para llegar allá. Los verdes pastos, los abundantes árboles son señales inequívocas de que hemos llegado.
Para cruzar al otro lado del arroyo, hay una tabla blandengue. No sé cómo con tanta gente pasando no se ha roto. Cerca, encontramos un sitio donde colocar las cosas para hacer la carne asada. Mis amigos y yo corremos a cambiarnos la ropa para meternos al agua hasta que los dedos de las manos se nos arruguen y los cabellos mojados se adhieran a nuestros rostros.
Hace un día precioso. El sol brilla en lo alto, los pájaros silban una dulce melodía y las risas de otros niños, inundan el espacio. Pronto, regresamos a aventar los pantalones y los zapatos. El agua nos espera.
Mientras cruzo el arroyo, por el lado que no está la tabla, siento cómo mi pie queda atrapado. No hay rocas que lo justifiquen. Tampoco puedo moverme. Gotas de sudor se instalan poco a poco en mi frente, en mis mejillas. Soy toda nervios. ¿Qué está pasando?
Un dolor en la planta del pie me despierta. No puedo pensar en nada que no sea rascarme toda la pierna: el talón, la planta, los dedos, el tobillo. Una férula lo evita. ¿Qué es esto?, ¿por qué me duele? Mis padres me miran de manera extraña, hay algo que no logro vislumbrar en sus ojos. ¿Será enojo?
Entorno bien la mirada. Papá está amarillo; mamá me ofrece analgésicos. Giro mi cabeza. Estamos en casa. “¿Dónde está Melissa?”, preguntó asustada. Desde que desperté no veo señal alguna de su presencia. Mi madre me explica que la llevamos a casa después del hospital.
Los recuerdos llegan de prisa a mi cabeza. El nudo en la garganta regresa y las lágrimas brotan a montones de mis ojos.
Escucho a mis amigos reír; estoy a punto de desmayarme. La mala suerte me persigue. Mi pie sigue atrapado, mientras hebras de sangre salen por los lados. ¿Es mi sangre? Acto seguido, le grito a mi padre que me abrí el pie. No hay ciencia en ello, esa sangre no sale de otro sitio más que de mi pie.
Él, corriendo me toma en brazos. Al alzarme, ve como el casco de una botella estaba enterrado en la planta de mi pie. Grita “hija de mi vida, hija de mi vida”, mientras avienta el trozo de vidrio a un lado, corriendo nuevamente hasta llegar al auto. Decide usar mi blusa favorita como trapo y lo regaño. Adiós a mi blusa.
Luego, siento su cinturón rodearme el muslo. Mis hermanos y mi prima están dentro del coche. Papá arranca hacia la ciudad. Empiezo a sentir sueño. Mi cabeza da vueltas. Entrecierro los ojos, escuchando a mi papá decir que ya íbamos llegando. Todo es negro para mí.
Los recuerdos llegan de golpe. El olor a desinfectante invade mis fosas nasales, despertándome. “No me sueltes”, pedí. De pronto, tras un apretón, escuché sollozos que no eran míos: papá estaba llorando. No entendía cómo un hombre tan fuerte me permitía verlo vulnerable.
La situación era complicada. Ocho frascos de anestesia llenaron mi cuerpo. Dejé de sentir el pie, pero el resto de mi cuerpo era fuego en estado puro. El dolor se había transformado en llamas crecientes y furiosas calcinando mi carne. Me sentía Cuauhtémoc.
“¿Qué sentiste, papi?”, le pregunté después que el dolor calmó un poco.
“Quería morir. Deseé quitarte de esa cama y ponerme en tu lugar. Sufrí al verte sufrir. Me rompí cuando el doctor dijo que ibas a perder tu dedito. Me sentí impotente.”
Tenía miedo de preguntar. ¿Entonces me había quedado sin un dedo? De ahora en adelante dejaría de usar sandalias.
“No te preocupes, tu dedito sigue ahí, lograron coserlo todo. Ahora descansa”, musitó depositando un suave beso en mi frente.
Leí el borrador que hiciste sobre esta anécdota, y sin dudas quedó muchísimo mejor que lo que se había plasmado en un principio, sin dudas es una muy buena evolución.
Me gustó como comenzó, y cómo terminó. Cuando empieza a hablar sobre el cinturón como que me confunde un poco y no siento mucha conexión en esa parte,
pero todo lo demás me pareció muy bien ejecutado.
Pudiera parecer poco y que no tiene caso, pero te felicito por este excelente escrito.
Como hablamos en el vivo, recuerda que el apogeo debemos desarrollarlo un poco, llevar al lector al momento, generar esa tensión.
EL texto lo llevas bien.
En lo personal, yo hubiera elegido como apogeo cuando el pie queda atrapado.
Muchas gracias, Romi. Entiendo mejor lo que me has dicho