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Reto 13: “El sueño que se volvió pesadilla”

“El sueño que se volvió pesadilla”

“¡Dios mío sálvanos!” Era una plegaria colectiva. El autobús estaba al borde de un barranco y los treinta y dos pasajeros deseábamos desesperadamente bajar. El chofer gritaba que nadie se moviera, pero era inútil el miedo era más poderoso que cualquier otra voz. Estábamos amotinados detrás del asiento del conductor, jaloneando las cortinas, con los cuerpos temblorosos, el corazón en la garganta y los ojos a punto de salir de sus órbitas. Moriríamos de la incertidumbre o moriríamos accidentados.

Era el mes de Julio del año dos mil cuatro, ¡benditas vacaciones de verano! Habíamos pagado un tour que prometía mostrarnos lugares representativos de Chiapas, Quintana Roo, Mérida, Tabasco y Veracruz. El encuentro era a las 11 de la noche en la plaza principal de mi pequeña ciudad natal. Los treinta y dos pasajeros estábamos despidiéndonos de nuestras familias, recibiendo la bendición para el camino, cargábamos tortas de huevo con chorizo cariñosamente envueltas por si apetecíamos un bocadillo nocturno, y estábamos emocionados por iniciar la aventura. Llevaba una maleta bastante grande, pero llevaba aún más grande el corazón, no sabía si de tristeza al dejar por varios días a mi familia o si era ansiedad de ver más rápido el mundo que sólo había vivido en mi imaginación. “Las ruinas mayas” pensaba una y otra vez, “pronto veré las majestuosas ruinas mayas”. Abordamos, mi asiento se encontraba casi hasta el final, miré por la ventana una vez más, temí no ver la sonrisa de mi madre, pero ahí estaba incesante, cálida, llena de esperanza. Partimos a la media noche. Cuando las llantas tocaron la carretera oscura y callada, saqué mi discman y coloqué los auriculares, sentí el vaivén del movimiento y uno que otro bache, al ritmo de La Oreja de Van Gogh cerré mis ojos y soñé.

Aproximadamente a las ocho de la mañana estábamos en algún pueblo de Veracruz, almorzando, café de olla y zacahuil. Llevábamos ocho horas de viaje y lo mejor estaba por venir, así que no hubo más tiempo que perder y continuamos. El primer destino se llamaba “Palenque” en Chiapas, pasaríamos la noche en un hotel y a la mañana siguiente veríamos los vestigios que contaban mágicas, increíbles y hermosas historias. No quería esperar más, volví a soñar.

A las cinco de la tarde habíamos llegado a Palenque, pero había un inconveniente pues entre la carretera empedrada y los paisajes espesos y verdosos habíamos perdido de vista la brecha que debíamos seguir para llegar al hotel, la carretera era angosta ¡y no había señalamientos de retorno! Sentimos que el camión paró en seco y el chofer comenzó a maniobrar. Todos empezamos a mirarnos desconcertados, una señora mayor que iba sentada hasta el frente se paró en medio del pasillo y nos explicó que nos habíamos desviado pero que no había nada más de qué preocuparse. La gigantesca unidad comenzó el proceso de reversa y desde mi lugar sobre las llantas traseras mis ojos se alargaron hacia el profundo abismo del que estábamos cerca. Quise levantar mi mano y apuntar el peligro cuando escuchamos “trash” seguido de gritos. “¡Por Dios, vamos a morir!” grité y los que estaban a mi lado me miraron con las pupilas contraídas, las frentes arrugadas y las bocas bien abiertas, señal inequívoca de miedo. El conductor ordenó que nadie se moviera, pero una estampida de humanos tuvimos el impulso de hacer contrapeso en la parte delantera y más aún, desesperados y a gritos despavoridos suplicábamos bajar para seguir vivos. Escuchábamos el “rrrrrr” de las llantas traseras girando en el vacío. Había manotazos, empujones, llanto. “Dios, sálvanos por favor” era la plegaria colectiva. Quise retroceder el reloj, haberme bajado del autobús cuando vi agitarse la mano de mi madre al decirme adiós.  No quería morir, quería seguir siendo la niña de mis padres, ir a la escuela, soñar despierta con conocer otros continentes, tomar fotografías, ¡escribir historias que colorearan mi vida! Planeaba crecer, ser profesionista, formar una familia, pero sobre todo anhelaba volver a vivir la risa de mamá. Quizás habían pasado tres minutos cuando Dios nos escuchó, las llantas rodaron sobre la carretera y el alma volvió al cuerpo de cada pasajero, el color volvió a los rostros, pero no cesaron los manoteos. Bajamos del autobús, caímos de rodillas, habíamos merecido un milagro por alguna causa desconocida.

Katia Mava

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romina
2 años desde

al inicio muy bien, pero luego no continúas el apogeo, sino que lo repites…