Argumento
Sara es la primera hija de un matrimonio sólido, que ha dado como fruto tres hijos, incluyéndola. Sus padres le han proporcionado muchos cuidados y amor. Bajo esta concepción de familia ella traza todo su futuro teniendo como meta formar una familia. Solo dos años después sus sueños se ven troncados por el resultado de una ecografía. Se hallan en una encrucijada entre realizarse un legrado o entrar a la población de mujeres estériles.
Trama
1. Dolores menstruales. Llevo todo un año sufriendo fuertes dolores menstruales.
2. Visita al médico. Cansada de los insufribles dolores tomo la determinación de dirigirme al médico en busca de una solución.
3. Ecografía. Me someto a mi primera ecografía. Experimento nervios y pienso en no realizármela.
4. Resultados. El doctor, con mirada fija en la pantalla, me dice que tengo quistes en los ovarios y finaliza la ecografía.
5. Ginecólogo. Con el resultado que me dictamina ovarios poli quísticos, soy remitida al ginecólogo para tomar una difícil decisión.
6. Legrado o esterilidad. El ginecólogo me da a elegir entre un legrado (primera operación a la que me sometería en mi vida) o quedarme con los quistes que podrían evolucionar en un cáncer y perder la oportunidad de tener hijos.
7. Confianza. Decido entregarme a la voluntad de Dios y cuidarme yo misma.
8. Recuperación. Se evidencia un impacto positivo en los dolores menstruales y mi estabilidad emocional.
Desarrollo
Llevaba casi un año padeciendo lo mismo. Cada mes, sin falta. El dolor iniciaba en la mañana y casi siempre me encontraba en el colegio. Pedía permiso en el salón, iba al baño y ahí me encontraban llorando mientras agarraba fuerte mi vientre esperando que el dolor pasara. Llamaban a mis padres y me llevaban a casa para que pasara el resto de mi agonía. Gritaba, lloraba y me retorcía por toda la cama.
La cama hecha de la mañana se convertía en una masa de cobijas sin orden alguno. Primero me las cobijaba todas, esperando que eso abrigara mi vientre y acabara con los cólicos, y luego las botaba con desesperación, víctima del calor que me producían. Sabía que no era algo normal. Cuando alguna mujer escuchaba como me ponía empezaban a dar mil consejos de cómo debería cuidarme y de las cosas que debería comer para evitarlo.
Una tarde, ya cansada del dolor me decidí que debía ir al médico. El sudor recorría mi frente mientras me hacia una moña para aprisionar los mechones rebeldes que caían sobre mi rostro. Me vi en el espejo, mis ojos cansados solo reflejaban el martirio de la mañana, y el miedo por la inminente consulta médica.
Llego la noche y después de buscar entre los documentos de la casa mi identificación y mi carnet, trate de conciliar el sueño.
Al día siguiente me desperté temprano, entre a la ducha, deje caer el agua sobre mí, mientras, pensaba en que podría ocasionar los dolores. Me dirigí al centro de salud en compañía de mi padre. El lugar que debería ofrecer alguna sensación de confianza a mí me ocasionaba todo lo contrario. Mi mirada perdida viajaba por el mostrador donde se encontraban dos enfermeras facturando y algunas mujeres que iban a tomarse exámenes para entrar a trabajar. El ambiente esterilizado, la luz excesiva y ese olor a hospital me mareaba desde que tenía uso de razón.
“Sara Rodríguez al consultorio dos”. La voz de la enfermera me devolvió a la realidad. Con paso tembloroso recorrí el largo pasillo, excesivamente iluminado, hasta llegar al consultorio dos. La doctora nos invitó a pasar. Mi padre cerró la puerta tras de mí y se sentó junto a mí. Frente a nosotros la doctora tecleaba mi nombre y demás datos. El lugar era pequeño y solo tenía un escritorio con computador de mesa, una camilla y una repisa junto a la camilla. La doctora no apartaba su vista del computador. Cuando lo hizo, saludo e hizo preguntas de rutina. Su voz era casi como la mía y teníamos el mismo apellido. La doctora Rodríguez, al descartar la mayoría de motivos de consulta, me pregunto porque acudía al centro de salud. Le conté a detalle como mi menstruación se convertía siempre en un lapso de dolor inimaginable. Ella mientras tanto, tomaba nota de lo que le describía y me miraba ocasionalmente. Después el silencio reino en el pequeño consultorio. Solo se escuchaba el sonido de las teclas. El sonido de la conclusión de la doctora. “Necesito que se realice una ecografía para tener claridad de cuál es la causa del dolor. Si este persiste tome acetaminofén”. Así termino la consulta. Salimos del centro de salud y nos encontramos de frente con la calle, donde no hay aire acondicionado como en el consultorio o la sala de espera. Ese cambio tan repentino, más el hecho de tener que realizarme una ecografía, llevaron mi mente a pensar en todos los posibles escenarios.
Mi padre volvió a entrar para pedir la autorización y poder someterme a la ecografía esa misma tarde. Yo lo esperaba mientras veía la calle de piedra frente a mí, no despeaba mis ojos del suelo para evitar los mareos y los cólicos. Al cabo de cinco minutos salió mi padre con la autorización. Subimos al carro y volvimos a casa. No hablamos mucho en ese corto trayecto. Solo me dio la hora de la ecografía y me dijo que estuviera tranquila, que seguro solo se trataba de malestares por mis bajas defensas.
Ese día a duras penas almorcé. Solo quería salir de eso de una vez, que llegara la tarde y olvidarme del asunto. Me levanté de la mesa y me dirigí al patio trasero para ver las rosas que había plantado mi madre hace unos meses. Ella se acercó por detrás y me abrazo, me dijo algo similar a lo que había dicho mi padre y deposito un beso en mi frente. Se quedó en silencio conmigo y después me acompaño a la ecografía. Nuevamente en el centro de salud, pero ahora me dirigía a un consultorio diferente. Entramos directamente al consultorio de ecografías y toque la puerta. Una doctora de maso menos unos cuarenta años nos invitó a pasar. La mujer me indico un baño para que cambiara mi ropa por una bata de hospital. El lugar era oscuro y solo se veía una pantalla y la camilla frente a ella. Me cambié lo más rápido que pude porque la doctora me decía que no tenía mucho tiempo. Salí del baño y me acosté en la camilla, la doctora esparció un gel en mi vientre y paso un aparato sobre el mismo. La imagen que se reflejaba en la pantalla era mía. Yo no veía la pantalla, la veía a ella. Por momentos su rostro se contraía, como si hubiera encontrado algo que no debería estar allí, y así fue. Se dirigió a mi madre y le dijo “¿Si ve este color blanco?” señalo la pantalla “son quistes en los ovarios”. Esa revelación me dejo en shock. Yo no entendía que eran, ni porque los tenia. La doctora se dirigió a un computador que hasta el momento no había visto y volvió con un sobre que contenía los resultados y se despidió. Salí del consultorio con mi mamá y no entendía nada.
Al volver a casa ella hablo con mi padre mientras yo leía todo lo que encontraba sobre ovarios poli quísticos. Hasta ese momento siempre había pensado que quería formar una familia en un futuro. Casarme y tener hijos después de ser una profesional. Pero cada página reconocida hacia énfasis en el riesgo de esterilidad en personas con quistes en los ovarios.
Cerré el computador de golpe y me refugié entre las cobijas. Tenía miedo y no quería saber más del asunto.
Los días siguientes los pase con un lastre depresivo que no entendía, mis padres me hablaban, pero yo no quería escuchar. Los días pasaron y mis padres pidieron una cita con el ginecólogo para el día siguiente.
Esta vez debíamos dirigirnos a la ciudad de Mocoa, a media hora de nuestra casa. El viaje fue en silencio nuevamente. Iba viendo las montañas y los arboles sobre el límite de la carretera cuando me quede dormida. Al despertar ya estábamos frente al hospital. Mi padre estaba hablando con el guardia de seguridad y mi mamá me despertaba. Me levante y camine junto a mi madre por esos largos pasillos de hospital. Pasamos por recepción y facturamos la cita. Al cabo de quince minutos en la sala de espera escuche mi nombre. La enfermera nos dirigió hacia el consultorio y continuo en su computador.
El doctor tenía alrededor de cincuenta años, pero no se veía de esa edad. Se puso sus gafas y leyó en silencio los resultados que llevaba. El consultorio en el que nos encontrábamos era más espacioso que los anteriores y tenía una iluminación más natural. El doctor con voz un poco ronca dijo “Los ovarios poli quísticos son algo complicado. En esta edad pueden ser tratados” hizo una pausa y continuo “Lo más seguro para cerciorarnos de que el problema fue erradicado de raíz es hacer un legrado… pero esta operación es más dolorosa que una violación, y más en una niña de esta edad”. Yo tenía apenas trece años. “Pero” retomo “podría tratarse con remedios naturales o dejarlo y ver que reacción tiene en unos años”. Las cartas estaban sobre la mesa, pero la decisión era mucho más complicada de lo que parecía. Mis padres dijeron que lo pensaríamos y nos retiramos del hospital.
Esa noche en casa hable con mis padres. En mi mente retumbaban las ideas que no podía ordenar. Hacerme el legrado y no perder la posibilidad de tener hijos. Dejar las cosas así y depender de algo completamente incierto. O solamente olvidar eso y pensar que no era verdad y seguir con mi vida. Mis padres estaban frente a mí, nos habíamos sentado en el comedor para platicar y les dije “no quiero operaciones”. Mi padre solo me veía y mi mamá se puso de mi lado. Con ese apoyo por parte de la mujer que me dio la vida les dije que iba a esperar, que me sometería al futuro incierto y que sea lo que Dios quiera. Aprobaron mi determinación.
Desde ese día ya han pasado 3 años y cada mes es algo nuevo. Me cuido mucho desde antes de llegar mi periodo y trato de evitar la interacción humana para no explotar. Lo llevo de un día a la vez. Quienes me rodean lo entiende y han visto lo voy superando. Me entrego a Dios y espero en su misericordia que me permita lograr mis metas y tener mis hijos. Por ahora los dolores han mermado y las preocupaciones se disipan. Todo ha mejorado.
En el argumento ¿Dónde pones la lupa?
El relato bien, pero falta trabajo de corrección
La lupa esta en el amor a la familia.
Gracias Romi por la observación