La universidad es uno de los acontecimientos más importantes en la vida de una persona. Conocer gente y que tu mente se expanda son dos clásicos de esta etapa, pero si le sumamos que comencé dicha formación en el 2008, el matiz cambia.
Tenía diecisiete años y logré ingresar a la carrera de filosofía pura. No sabía qué estudiar y pensé que tal vez esto podría orientarme entre los nervios y emoción de un nuevo capítulo en mi vida ya que siempre soñé con ese momento. Los celulares con teclado QWERTY eran el boom en mi generación que recién dejaba atrás los Nokia “indestructibles” y se daba cuenta de que la vida no sería la misma.
Mientras me perdía leyendo a Platón y Heidegger, la crisis económica arrastrada desde Estados Unidos era la razón del debate diario en mis clases. Mis compañeros argumentaban a muerte (como si con eso demostraran que su razón sobresalía y era la única para solucionar todo) sobre cómo los proyectos de construcción de toda Costa Rica y su posterior parálisis eran razón suficiente para crear la nueva revolución que, según ellos, era lo que la patria ocupaba.
Si hubiese obtenido un billete por cada vez que escuché la palabra “neoliberasmo” o “régimen”, habría podido comprar hasta una laptop último modelo, de esas que anunciaban en las tiendas Gollo. Yo sólo me quedaba observando, pues cada palabra entre ellos, era como un dardo y al finalizar el día, procuraba llegar cuerda a mi casa a pesar de que, en el bus de regreso, todos los pasajeros me miraban cuando la carcajada me ganaba al recordar la vena sobresaliente en la coronilla de uno de ellos cuando mencionaban a nuestro presidente Óscar Arias Sánchez o como le decían: “el demonio decrépito que vendió su alma por el TLC”.
El 2008 seguía acumulando sorpresas cuando Fidel Castro anunció su renuncia allá en Cuba, provocando un leve shock en la sociedad. Claro que no pasó desapercibido por mis compañeros que solían vestir la famosa boina negra y ropa de tonos oscuros. Gritaban eufóricos por los pasillos, al son de Pink Floyd y Iron Maiden, que era el inicio de un nuevo mundo, que haría eco en Costa Rica y pronto tendríamos el mismo sistema del “comandante”. Yo sólo los miraba desde una de las mesas de concreto con un poco de curiosidad y mi libro de Arabella Salaverry en mano, pues a mi parecer, resultaba extraño que se preocuparan más por un político y su renuncia, en un país lejano, que tomar conciencia por la creciente violencia debido al desempleo y a los embotellamientos que contaminaban humo las calles.
Me di cuenta en ese instante, mientras gritaban y hacían algarabía, que la vida estaba llena de matices tan vastos como colores hay en el mundo. Su entusiasmo era contagioso y me hizo cuestionarme a mí misma: ¿En qué creía yo? ¿Cuáles eran mis verdaderos ideales? ¿Qué deseaba realmente en la vida?
Sentí como si una chispa tan vivaz como el mismo volcán Turrialba despertaba. Mi vida comenzaba a forjarse en un mundo donde la economía caía al piso, mi país luchaba por no caer en el abismo neoliberal, la tecnología se abría paso lento y aún así, no sentí pánico en ningún momento.
A medida que me acostumbraba a las protestas continuas, las noticias de pobreza extrema en los sectores más lejanos del área metropolitana con su obvia impotencia y, como si fuera un presagio de revolución, a la noticia de la elección del primer hombre afroamericano en la presidencia de los Estados Unidos, yo seguía formulándome más preguntas, investigando y leyendo: descubriendo mi alma. Ya no me sentía desorientada. Me sentí orgullosa de mí misma y empoderada de mi propio pensamiento, pues comencé mi universidad con ese deje de autodescubrimiento y concluí, mientras escuchaba a Bob Marley recién descargado del software Ares (y sin ningún virus de por medio), que ese sentimiento también contaba como todo un clásico.
Muy bien el marco. Ahora enfócate en la corrección, evitar repetición de palabras. Quitar relleno…