05/02/22
Para: ….
Escribo ésta carta con la peor de mis letras. Ni yo sé lo que he escrito. Lo escribo así, porqué si alguien llega a leer esto, se dará cuenta que es una mentira aquello de que te he olvidado.
El otro día estuve a tu lado. Te miré a los ojos y te saludé; querías que chocáramos los puños como dos simples amigos. No quería saludo efímero, quería sentirte, por eso te ofrecí un saludo a mano abierta. Eso le va mejor a lo que tú y yo somos.
Tus manos todavía son tiernamente suaves, aunque las sentí más diminutas de lo que recordaba.
Llevabas puesta una sudadera negra, un pantalón de mezclilla recto que doblabas al final y un par de tenis blancos. Era una forma de vestir que jamás creí que tuvieras. Eres más de blusas, pantalones entubados o incluso vestidos. Por cierto, aquel vestido color melón te queda perfecto.
Cuando te hablé por teléfono, mencionaste que no estabas peinada. Era cierto. Te vi en una forma muy casual, casi hogareña, pero aún con esa imagen vaga y simple, me sentí afortunado de que mis ojos contemplasen tal hermosura.
Caminé un kilómetro de mi casa a tu trabajo; claro que valió la pena.
A pesar de todo el tiempo que ha transcurrido; de un amor injustamente sembrado solo en mí; de penas, luchas y soledad que enfrenté con el propósito de olvidarte; a pesar de estos cinco años, casi seis, de cargar con este sentimiento aferrado a ti, la emoción y una leve sensación de angustia me invadieron.
Sabes, he perdido la cuenta del número de veces que he escrito por ti; cada texto, poesía, cuento, anécdota, soneto y toda forma imaginable de expresión escrita, iba acompañada de la frase “esto es lo último que te escribo”, y vaya ironía, aquí estoy, escribiéndote otra vez. Pero he aprendido algo de ello, he comprendido que eres el motivo de que yo sea la persona que soy. Por ti, me adentré a este mundo tan fascinante donde dependo plenamente de las emociones para escribir algo.
Alguna vez creí, tenía la certeza de que cada vez que escribía algo, yo estaba destinado a que me doliera. Y es así. Todo lo que me conecta a ti, ahora y siempre dolerá.
He comprendido varias cosas. Entre ellas, que el dolor hace fuertes a las personas porque las purifica del ego y el orgullo. No hay mayor epifanía que enterarnos de nuestras debilidades, ni mayor virtud que aceptarlas.
Si con el dolor aprendemos y con la soledad deseamos, sé que cada vez que escriba de ti y por ti, aprenderé a desear una mejor versión de mí. Ya no volveré a escribir que no volveré a escribirte, porque hacer eso es como olvidarte, y olvidarte es como morir; yo quiero seguir viviendo para imaginar que, aún con la distancia que hay entre tu destino y el mío, me lees.
Cuando mi mano estrechó la tuya, mi apretón fue gentil, el tuyo fue inerte.
Recordé todo lo que vivimos juntos.
A mis ojos fuiste el amor de mi vida, a los tuyos fui la amistad más sincera. Como no iba a serlo, si en mis prioridades estaba el no hacerte daño ni permitir que otro te lo hiciera. Al final fallé. Me alejé de ti. Estaba harto de que solo yo fuera quien cargara con el sueño de estar juntos; con el anhelo de tomarte de la mano y con el deseo de poder besarnos.
Estúpido panorama; siempre jugando en mi contra. Parecía que cualquiera tenía el derecho de estar a tu lado, cualquiera menos yo.
Cuando estaba perdidamente enamorado de ti, te veía como un ser divino al que la vida le sonreía con dicha. Eres bella como ninguna. Tu piel blanca contrastaba con lo rojizo de tus mejillas; tus cejas abrazaban la penetrante imagen de tus ojos color café; tus labios hacían del cofre perfecto para ese tesoro tuyo que es tu sonrisa. Como me gustaría verla cada mañana, cada tarde, cada noche… Todos los días.
Me arrepiento de haberte amado tanto, no por lo vivido, ni lo sufrido, sino porqué olvidé que, hasta alguien como tú, tiene un lado humano.
Cuando te visité, te leí un par de capítulos de un libro selecto. Leí el libro seis veces imaginando que te lo estaba leyendo a ti. No me salió como esperaba. Las palabras se me hacían nudo en la boca, los renglones parecían bailar, las frases desaparecían conforme tenía que leerlas; lo sentí. Eran esos nervios otra vez. Aquellos nervios que me invadieron la primera vez que hablamos.
Si antes me enamoré de tu belleza física y tu aura superflua, ahora podía sentir que, quizás, podría enamorarme esta vez de su simplicidad humana.
Vimos una película juntos. Quise abrazarte, pero no me atreví. A cambio, te apreté la mejilla como acostumbraba a hacerlo en los viejos tiempos.
Recuerdo que, en aquel entonces, al tocarte o tan solo con rosar cualquier parte de ti, un calor tibio emergía de mi pecho y se extendía por todo mi cuerpo. Me sentía feliz, seguro, dichoso; podría decir que me sentía un hombre.
Algo gritaba en mi interior que, si volvía a intentarlo, nada podría impedir que estuviéramos juntos esta vez. Tú me quieres y yo, yo quizá guardé un poquito de amor en algún rincón de mí. Pero, una voz débil, casi inexistente, susurraba que ya era tarde, que lo vivido ya se había vivido y que no había razón para buscar algo que no se puede encontrar. No hay mejor final para esto que una basta y bonita amistad entre un hombre que amó a una niña, y una mujer que logró la madurez de un niño que la amaba. Eso es todo. Y no podría pedir algo mejor.
Ya era hora de irme.
Las labores me tenían apresurado, pero no me marcharía sin averiguar si tus sentimientos habían cambiado, aunque sea un poco.
Me despedí argumentando que iba tarde a una cita con mi supuesta novia. Era mentira.
Tu reacción fue la que esperaba, aunque, menos clara de lo que imaginé.
¿A caso estabas molesta? ¿Eso que veo, son celos? Por supuesto que lo son.
Mi cara de asombro me delato. No tenía caso seguir mintiendo.
Nos despedimos, aunque no de la mejor forma. La euforia tomó el control de nuestras acciones, y nuestro adiós fue forzado.
Frustrado por haber desperdiciado el escenario que tenía cabida para algo más significativo, atravesé la calle sin fijarme si venía algún auto. Luego avancé, esperando a que algún transporte publico me alcanzara.
En mi rumbo, frente a una florería, vi a un chico comprando una rosa. Sus zapatos estaban manchados por lodo y cemento; su pantalón estaba roto y sucio; su playera, despintada y vieja; sus manos manchadas y con una que otra ampolla. A pesar de todo eso, el chico se veía felizmente satisfecho de comprarle la rosa a la que quizá era el amor de su vida.
Recordé que jamás tuve la oportunidad de darte un detalle así. Como amigos, me veía limitado a actuar como tal. Ahora las cosas han cambiado, los tiempos ya no son los mismos. Un detalle como ese no significaría nada, pero, si piensas como yo, aunque sea un poco, creerás que las rosas son un acto de cortejo y yo no pretendo cortejarte. Al menos no aún.
Quería darte la decisión final. El obsequio, no sería un obsequio, sino un símbolo de un nuevo inicio, uno donde tu cargarías con el futuro de nosotros dos. Ahora soy diferente. Puedo corresponder a una simple amistad y dejar nuestro pasado totalmente intacto, ahí, como un trofeo resguardado por una caja de cristal, o entregarme nuevamente a un sentimiento inmenso que me hará perderme y enmarañarme en ti.
Decidido, regresé dispuesto a darte mi última esperanza a cambio de tu último deseo.
Para mi mala suerte, el transporte que estaba esperando desde hace un rato, no quiso demorarse más; tenía que tomar una decisión.
Dicen que las personas responsables saben sobreponerse a sus sentimientos. Que les den. No del diario puedo sentirme libre, no del diario puedo sentir que amo.
Me metí a una tienda. Tenía el regalo perfecto, el pretexto para despedirme de ti como debí hacerlo anteriormente.
Alucinaba tanto en los posibles rumbos que podría tomar este nuevo comienzo, que no me di cuenta que la cajera de la fila de a lado, me dijo que pasara a pagar con ella.
Con el regalo en las manos, caminé un par de locales hasta tu trabajo. Me dirigí hasta ti.
—He olvidado algo— Mencioné
—¿Qué olvidaste?
Metí mi mano a la chaqueta y saqué una barra de chocolate.
—Olvidé darte esto— Señalé
Te ruborizaste. Fue lindo.
En ese instante todo tomó un nuevo rumbo. Marqué un nuevo inicio. Yo lo sabía.
Me despedí de ti; esta vez en mejores términos. Salí y volví a cruzar la carretera; no sin antes mirar por ambos lados. Volví a meter mi mano a la bolsa de la chaqueta y saqué otra barra de chocolate. Le quité la envoltura y la probé. Estaba delicioso. Dime, ¿Qué tal estaba el tuyo?
Hoy escribo esta carta con la peor de mis letras. Mi caligrafía es tan mala que no sé qué te he escrito. Lo he hecho así porqué temo a que descubras que jamás te olvidé.
Todo es diferente, sabes. Esta vez te he escrito sabiendo que vas a leerme.
ATTE: Tu mejor amigo.