Capítulo I :¿Y su apellido?
Contesté el teléfono, y allí estaba: Una voz conocida me devolvía la llamada, y entre disculpas y excusas, diciendo que lamentaba mucho que la línea de ayuda anti-suicida de hallara ocupada para cuando yo llamé, me preguntó rápidamente mis datos y hace cuánto había sido mi último intento de acabar con mi vida, suponiendo que, como todos los que desesperadamente acudían a esa línea, ya había tenido varios cuadros de ese tipo. Algo dentro de mi quiso decir: ¿José?, pero el miedo a que realmente sí fuese su voz la que me pregunta “¿me escucha bien?” desde el otro lado de la llamada, me distrajo totalmente de ese impulso, e inspiró en mi algo de ese aire semi misterioso, coqueto, intrigante con el que acostumbraba tratar a mi amigo, que tanto vinculaba con el sujeto de la llamada. Me aclaré la garganta antes de hablar.
– Y, dígame – comencé, y rematé lo siguiente con seguridad incrementada por su silencio respetuoso, que me invitaba a seguir hablando mientras los segundos que iban corriendo se marcaban en el teléfono – ¿qué le induce a pensar que he tenido algún intento suicida alguna vez en la vida? – la reiteración de las palabras “algún” y “alguna” revelaban que no estaba del todo segura de su respuesta. Con extrañeza, el joven, que tenía un tono de voz tan respetuoso y extrovertido a la vez, que algo me hacía acordar a José (por si no lo dije antes), me respondió:
– Es tan solo parte del protocolo, señorita. Pero si ese tipo de preguntas le generan incomodidad, comience brindándome su nombre completo.
“¿Y su apellido?” – agregó, cuando no terminé de decir más que mis dos primeros nombres. No me fue fácil definir por qué razón me daba desconfianza. Quizá la razón por la cual prefería mantener mi identidad en el anonimato fue porque aquella voz y aquellas palabras me inspiraron una confianza que mi subconsciente se empeñaba en ignorar, o quizá el saberme con José al otro lado de la linea era presizamente aquello que me impedía darle mi apellido.
– Señorita Ana Lucía… – continuó con insistencia, haciendo uso de mis dos primeros nombres innecesariamente. – Si no me da sus datos completos no podré ingresarla a la base de datos…
– ¡¿Base de datos?! – exclamé involuntariamente; la situación comenzaba a salirse de control y un nuevo ataque parecía haberse desatado con su pregunta. – Escúcheme bien, ¡no quiero que escriba mi nombre al lado de los de esos miserables suicidas! No quiero tener nada que ver con ustedes, – continué, sin colgar el teléfono, sin que ninguno colgara el teléfono – es sólo que… – no soporté toda la presión que hasta el momento había reprimido las lágrimas. Rompí a llorar finalmente. El gentil hombre guardó silencio, como si considerase sagrado mi sufrimiento; y unos segundos después me invitó a continuar. Desconcertada, le contesté mansa y avergonzadamente, aunque mis palabras nunca pudieron ser superadas en gratitud por las de ningún enfermo mental:
– No, no lo entiendo – tartamudeé, agradablemente perpleja – ¿Después de todo lo que le he dicho todavía quiere seguir hablando conmigo?
El joven rió levemente y respondió con ingenio:
-Pero, ¿no se siente mejor ahora que ha podido desahogarse?
Algo en su manera de hablar era cautivador y atractivo, era muy retraído en su volumen, pero cada sílaba que pronunciaba lo hacía con seguridad y sensillez admirables. Podía sentir su sonrisa contagiosa al otro lado de la línea.
-Ese es el inicio del procedimiento – continuaba mientras un viento acariciaba mi cabello, desde el jardín de mi casa – es necesario que mediante alguna experiencia emocional, no importa cuán negativa o positiva sea, rompa la brecha espacial y tienda puentes emocionales con su asesor, que, en este caso, tengo el honor de ser yo.
Como me gustaba su tono confidencial y respetuoso, me uní a la oleada de expectativas buenas que derivaban de esta llamada sin saber que pronto se tornarían en un huracán, y le seguí la corriente, tratando de usar una metáfora igual que él de la mejor manera posible.
– En ese caso, le permitiré ser mi “anclaje emocional” mientras dure esta llamada. – de nuevo, no podía evitar defender mi fama de rompe corazones que en todos lados era conocida menos en el centro de rehabilitación del gobierno de donde provenía esta llamada.
– Arrunátegui. – dije de improviso, con una sonrisa coqueta que supuse innecesaria, pero que me satisfació mucho, puesto que no sonreía de esa manera desde que hablaba con mi amigo José.
Lentamente, oí como dijitaba en el computador que tenía frente a sí mi apellido con cierta dificultad, letra por letra; y luego dijo, con su mismo tono amable que tanto me deleitaba oír:
-Bien, Ana Lucía. Mi nombre es José.